"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Un hombre de suerte

UN HOMBRE DE SUERTE. Jorge Muñoz Gallardo. El reino de X era pequeño, lejano y razonablemente feliz; nunca había conflictos, motivo por el cual no existían jueces, cárceles ni verdugos. Su gente, sencilla y trabajadora se dedicaba a la agricultura y el pastoreo, también había artesanos, carpinteros y músicos, el pan salido de los hornos de barro era de los mejores que se tuviera memoria. Un día apareció un forastero, era un hombre de unos treinta años, bien parecido, de muy agradables maneras, de modo que pronto hizo amistades entre los habitantes del reino y con frecuencia lo invitaban a almorzar, tomar el té o cenar. El forastero se llamaba Caleb y tenía por costumbre caminar por todas partes, saludar y detenerse a conversar con quien deseara hacerlo. Una tarde, mientras andaba sin rumbo se detuvo delante de una casa con un hermoso jardín, en el jardín vio a un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, que de pie entre las plantas contemplaba a dos mariposas que revoloteaban sobre una flor blanca. Cuando aquel hombre lo descubrió parado ante la puerta lo saludó, la conversación surgió espontánea y agradable. El dueño de casa era el ministro del tesoro del reino, como viera que el forastero era hombre de buen hablar, lo invitó a pasar y le presentó a su mujer y a su hijo. Después de compartir una taza de té y reír con las anécdotas que les contó Caleb se despidieron quedando de verse otra vez. El ministro lo dejó en la puerta y al regresar a la casa halló a su mujer muy alterada diciendo: -¡El elefante de oro que nos regaló el rey no está en la mesita! -¿Estás segura de que estaba ahí? -preguntó el ministro. -¡Sí, totalmente segura! Después de buscar por todas las habitaciones y no encontrar la valiosa figura concluyeron que el forastero la había sustraído. El ministro, acompañado de su hijo, salió a la calle, dieron vueltas por el sector, pero el forastero ya no se veía. -Parecía tan agradable, -repetía el ministro. Al día siguiente el ministro le contó lo sucedido al rey que se molestó muchísimo y mandó a tres guardias a buscar al forastero y llevarlo a su presencia. No demoraron en hallarlo, estaba sentado en una banca de la plaza con una bolsa de tela negra colgada en la espalda, no mostró ninguna resistencia para seguir a los tres hombres. Cuando estuvo ante el rey saludó con un gesto amable y sonriendo, dijo: -Estoy a disposición de su majestad. El rey y el ministro se miraron un tanto desconcertados, no esperaban una actitud tan natural. Mirando al forastero el rey dijo: -El ministro dice que usted le robó un elefante de oro que tenía en su casa ¿qué responde a eso? -Es verdad, yo lo robé, -contestó Caleb con total tranquilidad. El rey y el ministro quedaron sumidos en el mayor asombro y tardaron en volver a hablar: -Pero, ¿no sabe acaso que ha cometido un delito? -dijo el ministro. -Claro que lo sé. -¿Y no le da vergüenza hacer algo así? -preguntó el rey subiendo la voz. -La verdad es que no, me dedico a coleccionar figuras de oro. -Pero se apoderó de una figura ajena, -intervino el ministro. -No sólo una, aquí tengo decenas de figuras de oro robadas, -repuso Caleb señalando la bolsa. -¡Eso merece una sanción grave! -dijo el rey, -deberíamos cortarle las dos manos, pero en este reino no tenemos un verdugo, tiene usted mucha suerte. -Es cierto, soy un hombre de suerte, -dijo Caleb y sacando la bolsa de su espalda la abrió y esparció sobre una alfombra todo su contenido. El rey y el ministro se quedaron maravillados contemplando las figuras de oro que brillaban con fulgores de relámpago. -Aquí está su elefante señor ministro, se lo devuelvo, la verdad es que lo voy a extrañar cuando esté en mi casa y examine mi colección, -dijo el forastero sonriendo. El ministro cogió la figura en silencio, enseguida miró al rey que estaba con los ojos clavados en un águila con las alas abiertas posada sobre un peñasco. El forastero cogió la figura y se la pasó al rey, diciendo: -Es suya Majestad. El rey la recibió dando las gracias mientras Caleb recogía todas las figuras de oro y las guardaba en la bolsa que se colocó en la espalda y haciendo una graciosa inclinación de cabeza se despidió. El rey y el ministro se quedaron parados uno frente al otro sin decir una sola palabra, hasta que el monarca rompió el silencio: -Yo no puedo quedarme con esta águila, es robada. -Es cierto, -dijo el ministro. -¿Y qué haremos? El ministro permaneció meditando un tiempo, luego respondió: -Podemos organizar una carrera de caballos y darla como premio. El monarca, que había estado acariciándose la barba y mantenía la cabeza inclinada, dijo: -No, eso no. Podríamos despertar la codicia entre nuestro pueblo y perderíamos la calma y la dicha de este reino. -Es verdad, -repuso el ministro. -Toma esta figura, -dijo el rey, -alcanza al forastero y devuélvesela. El ministro obedeció, salió corriendo del palacio y lo alcanzó cuando entraba en una estrecha callejuela donde había un asno atado a un tronco y el forastero se detuvo a acariciar al animal. -¡Espere, espere! Caleb giró sobre sus pies y se quedó mirando al ministro. -El rey le devuelve su águila, llévesela. -Está bien, muchas gracias. -Tiene usted mucha suerte, -dijo el ministro. -Así es, -dijo el forastero y echó a andar.

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